Hoy recordamos este hecho que revoluciono a toda la ciudad de Heimaey (Islandia).

El 22 de enero de 1973, el marino Siggi debía zarpar de Reikiavik para navegar hasta la isla Heimaey, en el archipiélago volcánico de Vestmannaeyjar, cerca de la costa sur islandesa, su tierra natal. Siggi, que entonces tenía 38 anyos y ahora 73, nos dice que tuvo un presentimiento. Retrasó el viaje.
A las 2 de la madrugada del 23 de enero, en el este de la isla Heimaey la tierra crujió, se abrió una grieta de 1.500 metros de longitud y brotó una muralla de fuego de docenas de metros de altura. El nuevo volcán explotó muy cerca del pueblo de Heimaey, el único del archipiélago, y esa misma madrugada consiguieron evacuar a los 5.000 habitantes en barcos y helicópteros hasta la costa islandesa. Dentro de la desgracia tuvieron una suerte milagrosa: aquella noche no soplaba viento en Heimaey, la tierra más ventosa de toda Islandia, que ya es decir.
Siggi recibió la noticia en Reikiavik. Al día siguiente navegó hasta la isla para ayudar en el rescate de coches, muebles y toneladas de pescado, antes de que la lava los devorara. El tercer día empezó a soplar viento del este: sobre el pueblo cayeron bombas de lava y oleadas de cenizas ardientes. En las siguientes semanas la lava incandescente fluyó hacia el pueblo y sepultó casi cuatrocientas casas. Otras muchas se incendiaron o se derrumbaron por las toneladas de ceniza que se acumulaban sobre los tejados. Heimaey contaba con una de las mayores flotas pesqueras de Islandia y muchos barcos se hundieron por el peso de la ceniza. Una capa de cuatro metros cubrió el pueblo entero. Una brigada de bomberos y voluntarios apuntalaba las casas, retiraba la ceniza de los tejados y lanzaba agua de mar a las lenguas de lava con docenas de mangueras a presión, para frenar su avance y evitar que taponara la boca del puerto y destruyera sus instalaciones. La lava se paró 175 metros antes de alcanzar las montanyas que cierran el puerto en la orilla contraria. Desde entonces, el puerto de Heimaey cuenta con una bocana estrecha y un refugio mucho mejor.
La erupción continuó durante cuatro meses. La lava expulsada formó una montanya de 205 metros (el Eldfell) y amplió un tercio la superficie de la isla (una manera bastante bestia de recalificar terrenos, pero seguro que algún concejal mediterrráneo toma nota de la idea).
Con el pueblo destruido y la isla cubierta de cenizas, se planteó la posibilidad de abandonar la isla para siempre. Pero los vecinos se negaron. Trabajaron durante meses para limpiar, desescombrar y reconstruir. Sembraron las laderas negras con semillas y las fumigaron con fertilizantes. Acondicionaron la nueva entrada del puerto. Siggi recuerda esa época como una temporada feliz: un punyado de islenyos tercos arrimando el hombro para resucitar el pueblo contra la opinión mayoritaria y sensata. Durante la reconstrucción llegaron voluntarios de 19 países, celebraron festivales de música, montaron obras de teatro.
La nueva Heimaey es una pequenya ciudad pesquera, próspera, animada. Y sobre todo valiente y testaruda: las nuevas villas se levantan en el borde de una gigantesca escombrera negra que aún humea y los ninyos de la escuela cuecen pan con el calor de la lava bajo la que yacen las casas de sus padres y abuelos.

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