recordemos la muerte del novelista inglés Graham Greene

Graham Greene nació un 2 de octubre de 1904 y murió en abril de 1991. Era un adolescente al concluir la Primera Guerra Mundial, vivió en su primera madurez la Segunda y la Revolución China; luego, en la plenitud de la edad, las guerras de "liberación" asiáticas y africanas. Pasados los cincuenta años se inició el Concilio Ecuménico Vaticano II, entraron Fidel Castro y Ernesto Guevara en La Habana, para apropiarse el primero del gobierno en nombre de una revolución. Graham Greene, en su vejez, vio el fin de las revoluciones; pudo comprobar que en esto no hubo novedad: la época revolucionaria de la cultura moderna se inició en 1789 y terminó en 1989, o sea, duró doscientos años, lo que, como demostró Ortega y Gasset en su obra En torno a Galileo, es, poco más o menos, lo que han durado los periodos revolucionarios en las grandes culturas. En fin, si empiezo este ensayo con estos datos es porque la obra de Greene es la vía real para conocer el siglo que terminó hace apenas unos pocos años, el que dispuso la puesta en escena con la que ha arrancado el siglo XXI. Y lo ha sido porque el novelista cargó consigo mismo por todos los continentes pero tenía, a diferencia de esos otros narradores incapaces de salir de sí, el don de encontrar el carácter objetivo y dinámico de los lugares y las personas con las que trabó relación, que serían escenario y protagonistas de sus obras. Me explico. Los críticos han hablado de Greeneland. Lo hacían porque para esos críticos Greene era un narrador de segundo orden, un artesano de la novela, alguien que a través de sus obras desahoga sus obsesiones, para quien la literatura es una vía terapéutica. ¡Qué curioso que uno de los grandes novelistas de aquel siglo, William Faulkner, a quien admiraban los críticos que menospreciaban a Greene, se refiriera a The End of the Affair como "una obra maestra en el lenguaje de cualquiera"! Greene, por cierto, escribió varias obras maestras. Y existe Greeneland como existen el territorio Cervantes, el territorio Balzac, el territorio Dostoievski. Todos ellos son en sus obras, siempre, el mismo y otro, y nadie se puede llamar a engaño. Lúcidamente, escribió André Gide en su Diario:

Un libro sólo me interesa realmente cuando lo siento nacido de una exigencia profunda y cuando esta exigencia puede encontrar en mí cierto eco. Muchos autores que escriben hoy libros bastante buenos podrían escribir otros distintos igualmente buenos. No advierto entre ellos y su obra una relación secreta y ellos mismos no me interesan; se quedan en literatos y escuchan no a su demonio (no lo tienen), sino al gusto del público.


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